Llevaba todo el mes con la duda dándome vueltas en la cabeza y al final no he podido más, así que ayer me acerqué a la mesa de Fernando y le pregunté sin rodeos:
- Fer, ¿qué te traes entre manos con Coloccini?
Porque algo raro tenía que haber en todo ese asunto. Coloccini llevaba ya casi un año a cargo del departamento de Gestión de Bases de Datos, y era una apuesta personal de la Dirección. Tenía un currículum estratosférico, plagado de titulaciones, cursos de especialización, certificaciones, dominio de varios idiomas e interesantísimas experiencias profesionales... un auténtico gurú de Oracle, un tío que podía soñar indistintamente en castellano, italiano, inglés o SQL. Por supuesto, su jugosa nómina bien valoraba todas sus fabulosas destrezas.
Por otro lado, Fernando llevaba más de un lustro en el departamento de Sistemas Wintel, recibiendo marrones sin parar y pidiendo un aumento de sueldo que nunca llegaba.
Pero además de la abultada diferencia salarial, las personalidades de uno y otro eran totalmente opuestas: mientras Coloccini era un tío introvertido hasta el aburrimiento, Fernando era bromista y ruidoso; si Coloccini escuchaba elegante y suave música clásica en su flamante iPod personalizado, Fernando le daba caña a Man-O-War y Blind Guardian.
Se entenderá, en vista de tan patentes diferencias, que me sorprendiera el otro día cuando entré al bar de la esquina a tomar un café antes del máster, y me encontré a Coloccini y Fernando echando unas cervezas.
- ¿Qué tal chicos? - saludé.
Fernando me devolvió el saludo agitando su botellín, mientras Coloccini miró para otro lado con muy poco disimulo.
Podría haber sido una casualidad, pero desde aquel primer encuentro, cada vez que he ido a tomar mi reglamentario café antes de clase, los he vuelto a encontrar bebiendo cervezas en la barra, como buenos amigos. ¡Coño, pero si es que en la oficina ni se hablan!
Aguanté lo mejor que pude la intriga, pero al final, ayer a última hora mi lado cotilla venció. Como con Coloccini ni me hablo me lancé a preguntar a Fernando, con quien tengo buena relación. Así que como decía al principio, pregunté:
- Fer, ¿qué te traes entre manos con Coloccini?
Fernando me miró y se empezó a reír estruendosamente.
- Perdona tío, me he metido donde no me llaman - dije algo avergonzado.
- No hombre, si es que la historia es muy buena y me parto sólo de pensarlo - miró alrededor y al ver que no quedaba mucha gente en la oficina, me invitó a sentarme - La cosa viene de hace semanas: resulta que Coloccini estaba todos los días pidiéndome ayuda, eso sí, siempre por correo para que la gente no le vea.
- ¿Ayuda? ¿Cómo ayuda?
- Pues ayuda, ayuda en general. Es que el tío no tiene ni puta idea de nada... prácticamente le estoy haciendo yo el trabajo a diario.
- ¡No jodas! ¡Vaya cara!
- Sí sí, así que hemos llegado a un pacto: por cada marrón que le resuelvo, él me paga una cerveza... ¡jojojo! me paso casi todas las tardes en el bar. Pero creo que voy a dejar de ayudarle, si sigo así acabaré alcoholizado...
- Pues sí Fer - le aconsejé yo -, que se apañe él solo.
Y Fernando me hizo caso, así que esta mañana cuando Coloccini le mandó el correo de turno pidiéndole ampliar un tablespace de la base de datos central, se encontró con que la suerte ya no le sonreía.
Bueno... tengo que cerrar ya el post de hoy. Coloccini me invita a comer en el Asador de Aranda; adivinad quién amplió el dichoso tablespace...
viernes, 20 de enero de 2012
jueves, 12 de enero de 2012
Cosas que es mejor no saber
Anoche me volví a despertar en mitad de la noche, bañado en sudor y gritando:
- ¡Ah! ¡Quítamela! ¡Quítamela!
Si quieres seguir durmiendo a pierna suelta por las noches, hay cosas que es mejor no saber. Y si llegas a saber de ellas, hay que desterrarlas a un rincón remoto de la memoria y enterrarlas donde yace lo más tenebroso y oculto de tu vida, como el incendio que provocaste de pequeño y del que acusaron injustamente al vecino del quinto, o aquella navaja multiusos que robaste en el todo a 100.
Yo empecé a utilizar el recurso del enterramiento en mis tiempos de universitario, cuando el profesor de Sistemas de Control y Adquisición de Datos me contó que muchos de los enormes superpetroleros que surcan los océanos usaban un sistema de navegación basado en Windows. Cuando comprobé que no era una broma de mal gusto del profesor, decidí que estar al tanto de que millones de toneladas de petróleo surcaban los mares diariamente guiadas por un potencial pantallazo azul, era demasiado para mi. Así que cogí mi pala mental, cavé una fosa y enterré los superpetroleros con Windows junto al incendio de los años ochenta.
Hasta hoy, he tenido que reabrir la fosa muchas veces después de aquello, casi siempre por asuntos relacionados con restaurantes orientales o con frases épicas pronunciadas por el comercial de alguna consultora.
A pesar de lo útil de esta técnica hay una cosa, una terrible experiencia que por muy hondo que entierre, siempre se empeña en volver en mis pesadillas: la horrenda historia de la fibra óptica rota.
Todo sucedió hace años, cuando trabajaba subcontratado para una importante empresa de telecomunicaciones, desplegando una plataforma de monitorización y gestión de la seguridad. Me llamaron al móvil de guardia un viernes a mediodía, porque se había perdido conectividad con el sistema de correlación de alertas de la plataforma. Por suerte aquella máquina estaba en un centro de proceso de datos en el centro de Madrid, así que me planté allí en veinte minutos con mi portátil gigante al hombro, dispuesto a recuperar el servicio y ganarme mi flamante sueldo de 1.000€ mensuales con pagas prorrateadas.
Exceptuando el capítulo de personal, no se había escatimado en gastos para aquel proyecto: el reluciente rack me esperaba en mitad de la sala fría. Los indicadores LED de media docena de servidores Sun Fire Ultra 250R parpadeaban de forma aparentemente normal al otro lado del cristal, de modo que abrí la puerta trasera del armario para conectar mi portátil a la consola de la máquina problemática, que estaba situada en la parte inferior del mismo.
De inmediato, algo me llamó la atención: uno de los cables de fibra óptica estaba desconectado. ¿Cómo se iba a llegar a la máquina si no estaba conectada a la red? Me arrodillé para inspeccionar en detalle el problema y comprobé que el cable no sólo estaba desconectado, sino que el conector estaba destrozado, como si lo hubieran estado troceando con un cortauñas.
Además, del hueco por el que se entregaban los cables al rack, asomaba otro cable suelto, de color gris, que tampoco tenía conector en el extremo ¿De dónde venía ese cable? Lo tomé con cuidado entre los dedos y tiré un poco de él para examinarlo... En lugar de extraer algo más de cable del orificio, saqué una rata que mi miró a los ojos mientras masticaba un trozo de cable de fibra, diciendo:
- ¡Ñic ñic ñic!
No voy a negar que pegué un grito de nenaza, que por suerte quedó ahogado por el zumbido de los servidores y aires acondicionados. Lancé la rata por los aires en un acto reflejo: voló unos cuantos metros sin soltar su merienda de fibra óptica, se estampó contra otro rack y la perdí de vista cuando salió correteando por el pasillo.
No mencioné el tema de la rata y me limité a solicitar un nuevo cable al responsable del CPD. Mientras tendían la fibra por el suelo el tipo me miró y dijo:
- Otro cable roto, llevamos tres en una semana. ¡Parece que se los coman, joder!
No le hice mucho caso, para entonces estaba reabriendo la fosa común de recuerdos oscuros... a pesar de todo, la maldita rata se sigue escapando de vez en cuando.
- ¡Ah! ¡Quítamela! ¡Quítamela!
Si quieres seguir durmiendo a pierna suelta por las noches, hay cosas que es mejor no saber. Y si llegas a saber de ellas, hay que desterrarlas a un rincón remoto de la memoria y enterrarlas donde yace lo más tenebroso y oculto de tu vida, como el incendio que provocaste de pequeño y del que acusaron injustamente al vecino del quinto, o aquella navaja multiusos que robaste en el todo a 100.
Yo empecé a utilizar el recurso del enterramiento en mis tiempos de universitario, cuando el profesor de Sistemas de Control y Adquisición de Datos me contó que muchos de los enormes superpetroleros que surcan los océanos usaban un sistema de navegación basado en Windows. Cuando comprobé que no era una broma de mal gusto del profesor, decidí que estar al tanto de que millones de toneladas de petróleo surcaban los mares diariamente guiadas por un potencial pantallazo azul, era demasiado para mi. Así que cogí mi pala mental, cavé una fosa y enterré los superpetroleros con Windows junto al incendio de los años ochenta.
Hasta hoy, he tenido que reabrir la fosa muchas veces después de aquello, casi siempre por asuntos relacionados con restaurantes orientales o con frases épicas pronunciadas por el comercial de alguna consultora.
A pesar de lo útil de esta técnica hay una cosa, una terrible experiencia que por muy hondo que entierre, siempre se empeña en volver en mis pesadillas: la horrenda historia de la fibra óptica rota.
Todo sucedió hace años, cuando trabajaba subcontratado para una importante empresa de telecomunicaciones, desplegando una plataforma de monitorización y gestión de la seguridad. Me llamaron al móvil de guardia un viernes a mediodía, porque se había perdido conectividad con el sistema de correlación de alertas de la plataforma. Por suerte aquella máquina estaba en un centro de proceso de datos en el centro de Madrid, así que me planté allí en veinte minutos con mi portátil gigante al hombro, dispuesto a recuperar el servicio y ganarme mi flamante sueldo de 1.000€ mensuales con pagas prorrateadas.
Exceptuando el capítulo de personal, no se había escatimado en gastos para aquel proyecto: el reluciente rack me esperaba en mitad de la sala fría. Los indicadores LED de media docena de servidores Sun Fire Ultra 250R parpadeaban de forma aparentemente normal al otro lado del cristal, de modo que abrí la puerta trasera del armario para conectar mi portátil a la consola de la máquina problemática, que estaba situada en la parte inferior del mismo.
De inmediato, algo me llamó la atención: uno de los cables de fibra óptica estaba desconectado. ¿Cómo se iba a llegar a la máquina si no estaba conectada a la red? Me arrodillé para inspeccionar en detalle el problema y comprobé que el cable no sólo estaba desconectado, sino que el conector estaba destrozado, como si lo hubieran estado troceando con un cortauñas.
Además, del hueco por el que se entregaban los cables al rack, asomaba otro cable suelto, de color gris, que tampoco tenía conector en el extremo ¿De dónde venía ese cable? Lo tomé con cuidado entre los dedos y tiré un poco de él para examinarlo... En lugar de extraer algo más de cable del orificio, saqué una rata que mi miró a los ojos mientras masticaba un trozo de cable de fibra, diciendo:
- ¡Ñic ñic ñic!
No voy a negar que pegué un grito de nenaza, que por suerte quedó ahogado por el zumbido de los servidores y aires acondicionados. Lancé la rata por los aires en un acto reflejo: voló unos cuantos metros sin soltar su merienda de fibra óptica, se estampó contra otro rack y la perdí de vista cuando salió correteando por el pasillo.
No mencioné el tema de la rata y me limité a solicitar un nuevo cable al responsable del CPD. Mientras tendían la fibra por el suelo el tipo me miró y dijo:
- Otro cable roto, llevamos tres en una semana. ¡Parece que se los coman, joder!
No le hice mucho caso, para entonces estaba reabriendo la fosa común de recuerdos oscuros... a pesar de todo, la maldita rata se sigue escapando de vez en cuando.
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